Guardo una luna en mi vientre
que se mece
como en un lago dúctil, se mece,
y rebota
y se reconvierte
redondeándome a base de caricias las paredes.
Ingrávida,
tierna como el juguete de un recién nacido,
me pide besos, pechos rebosantes de blanca leche.
La luna se perdió en lo oscuro de mi vientre y no encuentra quizá la salida,
Y me estoy haciendo yo toda lunar, blanquita y redonda,
Redonda y blanquita.
Y me sorprendo soñando con tiernos gestos
y pequeñitas manos,
y pies pequeñitos a los que hacer eso que tanto me gustaba hacer en las barriguitas de los niños,
que tanto me gustaba que me hicieran,
eso que no tiene nombre pero que debería tenerlo,
eso que se hace con la boca y los labios llenos de amor
y que suena -por que no decirlo- como un pedo.
Me sorprendo haciendo plomintos en unos pies pequeñitos.
Y luego despierto,
en un rincón de mi cocina,
sobre una silla verde fumando un cigarro,
el cigarro que fumo en la silla verde de la cocina.
Y me doy cuenta
y abro los ojos a mi mundo
en el que no caben ni siquiera los pies pequeñitos,
ni los plomintos.
Tengo que hacer tanto todavía,
tengo que hacer tanto me digo.
Acabar la carrera,
construirme con ladrillos,
encontrar un hombre hermoso que acompañe…
Y pasaran los años y yo seguiré recreándome
con las hojas que recoja del camino,
haciéndome cada vez más verde,
cada vez más pulpa de la tierra,
hasta que me salgan flores amarillas de la cabellera
y en algún otoño,
en algún invierno o primavera se me abra,
tras una paloma blanca, la noche entre las piernas.